La semana pasada, una amiga que cría gallinas me contó que una había tenido pollitos. Por lo visto es muy importante el orden por el que van naciendo, la temperatura ambiente y un montón de cosas que se tienen en cuenta.
De esta camada, el último en nacer fue un pollito negro. Me contó que al poco de romper el cascarón le desplazaron, y que esa noche fue picoteado y apartado del resto, al parecer por ser diferente.
Al escuchar la anécdota, recordé que en el mes de mayo estuve en Medialab Prado, en un laboratorio sobre «geografías queer«, y estuvimos viendo este vídeo.
Por si no has llegado hasta el final, el vídeo se vuelve muy violento porque la gente empieza a atacar a esta persona por no tener claro su género.
Desde el amanecer de la civilización, vivimos en un constante equilibrio entre la tendencia a comportarnos dentro de la norma, imitando al resto del grupo como seña de identidad y búsqueda de aceptación, y la de integrar la diversidad y lo novedoso como herramienta de evolución y de progreso.
Parece ser que una de las cosas que más nos enriquece como civilización es nuestra capacidad para abrazar e integrar la diversidad. Gracias a ella, las sociedades obtienen distintos y novedosos prismas e ideas, y evolucionan en vez de quedarse atascadas y decaer frente al empuje de las que sí lo consiguen y las acaban superando.
Lo que podía ser válido para tribus nómadas en las que la norma y la uniformidad podían ser una ventaja para sobrevivir empezó a no serlo cuando las primeras ciudades alumbraron la civilización. La herencia cultural de miles de generaciones prehistóricas sigue provocando el rechazo a la diferencia de forma casi visceral, pero es un lastre en un mundo donde la diversidad es una ventaja y no un inconveniente.
Al final, sin aceptación es imposible dar cabida a la diversidad. Y sin diversidad, cualquier sociedad acabará decayendo hasta desaparecer.